La educación es uno de los pilares fundamentales de cualquier sociedad y la manera en la que se financia y gestiona dice mucho sobre nuestras prioridades colectivas. En España, el sistema educativo se divide en público, concertado y privado, pero es el modelo de educación concertada el que más controversia genera. ¿Por qué? Porque se trata de centros privados que reciben fondos públicos. Es decir, dinero de todos para financiar instituciones que no siempre están abiertas a todos por igual.
Este sistema ha despertado un debate que no parece apagarse con el paso del tiempo. Mientras algunos defienden que ofrece más opciones a las familias, otros plantean una cuestión clave: ¿es justo destinar recursos públicos a centros privados cuando la educación pública necesita con urgencia más inversión, más docentes y mejores infraestructuras? La pregunta no es solo política, es profundamente moral.
En un post anterior, ya os hablamos acerca del colegio público frente a colegio privado, una confrontación que arrastramos desde hace muchísimos años, pero que parece más justa. El Estado es el garante de que todo el mundo tenga derecho a una educación de calidad. Ahora bien, las personas que decidan costearla en centros privados, están en su completo derecho. Pero, ¿qué ocurre cuando el Estado financia también parcialmente otros centros que no son de titularidad pública?
¿Deberíamos seguir financiando con dinero público la educación concertada?
La educación concertada se presenta como una alternativa intermedia entre lo público y lo privado, pero en realidad su existencia ha terminado debilitando la red pública, que es la única verdaderamente universal. Financiar centros concertados significa repartir unos recursos limitados entre dos sistemas que, en ocasiones, compiten entre sí en lugar de complementarse.
Veamos por qué esta financiación resulta problemática y nada beneficiosa para el conjunto de la sociedad:
- Discriminación encubierta: Muchos centros concertados aplican criterios de selección que, si bien no son abiertamente excluyentes, terminan favoreciendo a determinadas clases sociales. Esto refuerza la segregación y crea guetos educativos.
- Ideología y religión: Una parte importante de la concertada está en manos de instituciones religiosas o con una fuerte carga ideológica. ¿Debe el Estado financiar con dinero público modelos educativos que no siempre garantizan la neutralidad o la inclusividad?
- Falta de control: Aunque reciben fondos públicos, muchos centros de educación concertada gozan de una autonomía que les permite aplicar normas internas que no siempre responden al interés general.
- Desigualdad de recursos: La financiación de la concertada reduce la capacidad del Estado para invertir en lo público: menos profesores, peores instalaciones y menos apoyo para quienes más lo necesitan.
Comprende lo que queremos decir. La solución no está en eliminar de un plumazo la educación concertada, pero sí en revisar el modelo actual. El objetivo debería ser claro: garantizar una educación pública fuerte, inclusiva, bien dotada y de calidad. Eso no solo asegura igualdad de oportunidades, también refuerza el tejido social. En un país que dice defender la equidad y la justicia, es hora de preguntarse si estamos invirtiendo nuestros recursos donde más se necesitan.